Colombia y el auge de la coca: la desarticulación de las FARC dejó un vacío que el Estado no llenó
Colombia vuelve a ocupar titulares por un fenómeno que parece no ceder: el crecimiento exponencial de los cultivos de hoja de coca, materia prima de la cocaína. Según los últimos reportes de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), el país alcanzó en 2023 un récord histórico con más de 230 mil hectáreas sembradas, una cifra que no se veía ni siquiera en los años más duros del conflicto armado.
Lejos de ser una casualidad, este fenómeno está directamente vinculado a la desarticulación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y al vacío de poder que dejó su desmovilización en 2016 tras el acuerdo de paz firmado con el gobierno de Juan Manuel Santos. En muchas regiones rurales —particularmente en Nariño, Putumayo, Cauca y Norte de Santander— las FARC actuaban como una estructura de control territorial que, si bien financiada por el narcotráfico, también regulaba los precios, imponía normas e incluso limitaba la expansión descontrolada de cultivos para evitar confrontaciones con el Estado.
La salida de las FARC no trajo el esperado fortalecimiento institucional. Al contrario: el Estado colombiano nunca logró ocupar de manera efectiva esos territorios, ni con presencia civil ni con alternativas económicas para las comunidades campesinas. En su lugar, grupos disidentes de las propias FARC, el ELN, el Clan del Golfo y nuevas bandas criminales se disputaron el control de las rutas del narcotráfico y comenzaron a incentivar el regreso masivo a la siembra de coca como principal fuente de ingreso para miles de familias.
El fracaso del programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos, pactado en el acuerdo de paz, también es un factor clave. Campesinos que confiaron en la promesa del Estado —que incluía inversión en proyectos productivos, carreteras, mercados y seguridad— quedaron en el abandono. Muchos de ellos regresaron a la coca no por vocación, sino por necesidad.
A esto se suma el factor económico: la coca sigue siendo el cultivo más rentable en regiones olvidadas, donde no hay vías de comunicación, acceso a mercados ni precios competitivos para productos legales. Las mafias pagan en efectivo, ofrecen protección y garantizan la compra. Para muchas familias, es simplemente la única opción viable.
Mientras tanto, las autoridades insisten en medidas que han demostrado su ineficacia. La erradicación forzada continúa, con miles de hectáreas destruidas manualmente cada año, a costa de enfrentamientos con campesinos y violaciones a los derechos humanos. El intento de reactivar la fumigación aérea con glifosato, impulsado durante el gobierno de Iván Duque, fue detenido por la presión social y por consideraciones ambientales, pero la discusión sigue latente.
El gobierno de Gustavo Petro propuso una nueva política de drogas centrada en la vida, que promueve el desarrollo alternativo y el enfoque territorial, pero hasta ahora los resultados han sido lentos y sin impacto real en los territorios más afectados. El crecimiento de los cultivos refleja una verdad incómoda: mientras no haya una transformación estructural del campo colombiano, la coca seguirá siendo el único camino posible para cientos de comunidades olvidadas.
Hoy, con una producción de cocaína más alta que nunca y una violencia recrudecida por la disputa de grupos armados, Colombia se enfrenta no sólo a una crisis de seguridad, sino a un fracaso colectivo en el cumplimiento de las promesas de paz y justicia social. La coca, como símbolo y como realidad, sigue hablando más de la ausencia del Estado que de la maldad de quienes la cultivan.