El regreso al silencio: artistas encuentran en los monasterios un refugio frente al ruido digital
Cuando hablamos de trascendencia, podemos referirnos tanto a su raíz filosófica en Kant como a la visión escolástica de santo Tomás de Aquino, donde los trascendentales del ser —unidad, verdad, bondad y belleza— nos invitan a mirar hacia lo alto. También se entiende como aquello que importa, lo que queda para la posteridad. Y en tiempos dominados por la inmediatez y la sobreexposición, la pregunta por la trascendencia del arte vuelve a estar sobre la mesa.
El arte del siglo XX y XXI ha sido un terreno fértil de rupturas y mezclas. Desde los vínculos con la Teosofía de Hilma Af Klint hasta los experimentos del Trascendental Painting Group, la búsqueda espiritual nunca desapareció por completo. Hoy, frente al vacío del discurso oficial que parece expulsar lo sagrado, algunos creadores reabren la puerta a lo trascendente. Obras de Angélica Liddell, el cine de Oliver Laxe o canciones que reinterpretan poemas de san Juan de la Cruz son ejemplos de un arte que recupera lo espiritual sin panfletos ni catequesis.
Monasterios como refugio y resistencia
Los monasterios, que durante siglos han ofrecido vida comunitaria y contemplativa, vuelven a presentarse como un espacio de resistencia frente al vértigo digital. No es nuevo: Federico García Lorca y Luis Buñuel acudían al Monasterio de El Paular en busca de inspiración. En España existen más de 700 recintos de clausura y muchos de ellos han abierto hospederías para estancias temporales. A través del ritmo de la oración y del canto gregoriano, proporcionan condiciones únicas de silencio, observación y concentración.
La experiencia monástica, fundada en la austeridad y el anonimato, aparece como un contrapunto radical a la sociedad de consumo y al capitalismo más agresivo. Desde su aparente inmovilidad, los monasterios se convierten en una forma de rebeldía pacífica. Allí, el tiempo se suspende, y la repetición de rezos y rutinas se transforma en un método para cultivar la atención plena y la creación serena.
El diálogo entre lo artístico y lo monacal ha existido antes y podría fortalecerse. Santos como Rafael Arnaiz, que abandonó la arquitectura para consagrarse en la vida trapense, o artistas que levantaron iglesias como Le Corbusier, muestran que el tránsito entre mundos es posible. La pregunta queda abierta: ¿pueden los creadores, incluso sin fe, acercarse a este silencio para inspirarse? Quizá, al final del camino, lo que permanece es la certeza cartuja: solo cuando el lenguaje se detiene se comienza a ver.